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Elogio de la lectura
El viajero triste abrió distraídamente el libro. Lo había olvidado sobre el asiento un turista apresurado que había descendido en la estación anterior. Paseó la vista página a página, absorto en sus pensamientos, hasta que lo abandonó de nuevo en el mismo lugar de donde lo había tomado.
Nada más colocarlo en el asiento, subió al convoy un nuevo pasajero que saludó y se acomodó sin demasiados formalismos. El recién llegado, descubrió de inmediato el libro reposando en la plaza de al lado.
— ¿Me permite usted el libro? —preguntó cortés.
El viajero triste se lo tendió solícito. Cuando vio que el nuevo pasajero se enfrascaba en la lectura le escrutó con interés. El recién llegado leía con delectación. A veces sonreía imperceptiblemente. Otras, movía ligeramente los labios como si hubiera descubierto un pasaje interesante. A menudo, asentía con gestos lentos de cabeza y pasaba página. El viajero tristón tenía la vista fija en el lector y el asombro le había congelado aquella sonrisa burlona del principio.
Pasaron veloces apeaderos anónimos y algunas estaciones secundarias. El lector parecía cada vez más satisfecho del hallazgo. A veces, entusiasmado sonreía al viajero triste por encima del libro y el viajero le devolvía tímidamente el gesto.
Era evidente que el libro estaba obrando en el recién llegado el efecto que a él le había negado. ¿Cómo puede un libro arrancar a una persona tales gestos de complacencia? pensó. ¿Qué magia la de la lectura que a unos aburre y a otros conmueve?
Al acercarse a Torrelavega, el segundo pasajero depositó el libro en las manos del viajero triste y, sosegadamente, se compuso la ropa.
— ¡Ah! —suspiró—. No hay nada como un buen libro para alejar penas y aventar preocupaciones. No hay medicina como la lectura. Se lo aseguro —dijo mientras se ponía en pie y recogía su maletita verde de la red de equipajes.
—Seguro que si… —balbuceó sorprendido el viajero triste.
—Ha sido un placer, pero esta es mi estación.
Hizo ademán de salir del compartimento pero reparó en que no se había presentado.
—Lisardo Huete, maquinista jubilado de la “Compañía. Cantábrica de Caminos de Hierro”.
Sobre el asiento vacío reposaba el “Horario de Ferrocarriles del Norte de España”.
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