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Pekín
De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero en tierras lejanas, ninguno iguala a los que encuentra cuando llega a Pekín. ¡Dios mío! Más de trecientas lenguas en una población de 25 millones de habitantes.
Desde que llegué a Pekín no he dejado de pensar en esta asombrosa particularidad. Es como estar en medio de una torre de babel moderna, horizontal, a cuyo fin no se puede llegar jamás.
A la presión de estos pensamientos se suman los problemas cotidianos: la comida, el clima, los horarios, los medios de trasporte, etcétera. De todos ellos el problema más confuso es el idioma ¡Qué lengua tan difícil!
Sin embargo, todas las mañanas agarro fuerzas y asisto al curso de chino-mandarín (parte de la beca) en la academia Han. Un curso que no tiene desperdicio.
Para practicar lo aprendido he memorizado dos o tres preguntas y algunas palabras clave: —anoné—arigató—. Son mis comodines verbales.
Cuando estoy frente a un policía o a un transeúnte le digo, anoné, y mágicamente, tan pronto como escuchan esa palabra, recibo cuatro o cinco inclinaciones… en seguida se ponen muy atentos a lo que yo les pueda decir. Entonces repito las frases aprendidas de memoria; sobre una dirección, el supermercado, el metro, etcétera. Sus caras se iluminan al escucharme hablar su lengua, y sueltan un chorro de respuestas que generalmente no logro entender…
Entonces agacho mi cabeza y les digo, arigató. Sonríen, se inclinan muy amablemente y se retiran.
Continúo mi camino. En un par de minutos llego a la residencia donde vivo. Chinitos van, chinitos vienen. Good morning, me saluda el guardia que custodia la puerta. Zǎo ān, contesto yo.
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