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JAULA DE SIRENAS
JAULA DE SIRENAS
En mi infancia no hay recuerdos de un patio de Sevilla ni huertos claros en los que los limoneros maduran, solo patios grises que destilan la amargura de los cantos de las sirenas, melodías tan ineludiblemente bellas como necesariamente tristes.
Los portales eran centros de vida no meros lugares de tránsito donde tener plastificadas conversaciones de ascensor, entre otras cosas porque no había ascensores. Tiempos en los que el único timbre era el de la voz, de gritos por las ventanas y sollozos entre visillos, de puertas abiertas por donde la vida escapaba en forma de olores, de aromas ya olvidados de berzas y coliflores, casquerías y cocidos cotidianos, de una gastronomía espesa contundente y visceral como la propia vida. Aquellos olores se tatuaban en la piel y no había higiene capaz de arrancarnos el olor de pobreza cotidiana, nos acompañó como estigma frente al mundo hasta que fuimos capaces de no olerlo probablemente por pura costumbre.
A veces me tocaba “hacer “la escalera. El olor de pino del limpiasuelos era tan real como podían serlo el eskay del sofá, la formica de la vajilla o el color ámbar de nuestras vajillas. Eran tiempos en los que la modernidad era un mero espejismo de felicidad multicolor. En eso tal vez no hayamos cambiado tanto. Frotaba el suelo tratando de que no quedaran huellas de la fatiga que arrastraban nuestros pies con pesadumbre. A cambio de mis servicios mi presencia infantil era admitida entre la indiferencia y la ternura en los descansillos, donde se mercadeaban alianzas y conspiraciones confidencias y condenas complicidades y rencores tejiendo un tapiz de barrotes en los que ellas mismas quedaban perpetuamente encadenadas. Aprendí la vida en aquellas tertulias de risas simuladas y llantos contenidos, era una tertulia de iguales, sobre todo porque no se toleraba la diferencia
Había veces, muchas, en las que en su soledad y de forma inconsciente aquellas sirenas templaban su voz y por las puertas y ventanas brotaban canciones de forma inconsciente. Poderosas gargantas femeninas desgranaban melodías en su trajín cotidiano. Eran canciones tristes de amores perdidos y nostalgias familiares. Cuando cantaban les brillaban los ojos y se vestían de infancia. Era el único momento en que eran felices, que eran ellas mimas y que, a su forma, eran libres. Cantar era su forma de hacerse oír. Sirenas atrapadas en su pecera de cristal en la que ahogaban el dolor de la invisibilidad. A lo mejor en muchos casos si hubieran podido elegir, hubieran elegido la misma vida y la misma pecera que tenían pero nadie les preguntó, a nadie parecía interesarles su opinión.
Al caer la tarde iban llegando con el piloto automático los hombres miradas vidriosas de seres superados por su propia existencia su aliento humedecido y sus braguetas ahumadas. Las puertas se iban cerrando la vida se clausuraba y empezaba a ocurrir en el interior. Y la noche lo cubría todo con su silencio los sollozos, los gritos, los jadeos, la vida.
Mi infancia transcurrió entre sirenas de polígono, entre historias silenciadas de mujeres a las que a pesar de los pesares no consiguieron callar, que lucharon y perdieron, que solo necesitaban mirarse para entenderse y a las que les bastaba una canción para sonreír y seguir adelante. Se fueron sus tiempos pero queda su lucha.
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