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Soñé que era el mar
Me hice consciente y fui un vaivén,
una danza que saluda y se despide con ligereza,
de la orilla,
de la arena.
Fui la presión absoluta de un espacio inmenso,
insaciable.
A veces terrible.
Ese que podría contener la vida del mundo.
Soñé que era el mar;
el oleaje cálido y tenue
que acaricia las plantas del ser anónimo,
que anhela conocerme,
y se adentra a mí con sigilo
y se ríe porque lo toco desprevenido,
se estremece...,
cuando mis aguas mojan sus tobillos,
el vello oscuro de sus muslos,
sus nalgas,
su ombligo,
el plexo solar,
la garganta,
el rostro,
antes de sumergirse en uno de sus finales posibles.
¡Se ahoga!
Y yo deseo tomarlo,
deshacerlo,
que sea conmigo eternamente…
Pero me apena su fragilidad,
me enternece su agonía
cuando el aire se le escapa.
Si lo dejo ir quizá regrese…
Mientras aún soy rosa.
Mientras mi canto todavía no ensordece.
Pero no vuelve.
Y aquí sigo esperando.
Yo era el mar,
cuando la tarde se fundió en el horizonte
y mi influencia creció.
Mi furia.
Mi anhelo.
Me encontré desmedido,
golpeando inutil esa casita
que se niega a ser consumida
por mí,
que se empeña en proteger
a sus habitantes y su tierra firme.
¿Por qué?
Si yo sólo quiero que me abra la puerta.
Que me reciba.
Déjame entrar, le suplico.
¡Dejame entrar!
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