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Descanso
A los once años, mis compañeros y yo
teníamos la inocencia y el coraje
que hace falta para enfrentar la muerte.
De eso nada sabíamos todavía, pero
estaba cerca, a la vuelta de la escuela.
ahí, junto a la morgue, en el museo anatómico.
El chiste, la apuesta, el desafío era éste:
comer rápido y salir de la escuela (a las
dos empezaba el turno de la tarde)
para entrar al museo y mirar la exposición
sin chistar, sin comentar, sin hacer el más
mínimo gesto de asco: a probar nuestro temple.
La pieza más importante era el busto
de un viejo que el doctor Pedro Ara había
parafinado y expuesto, como una escultura.
Parados frente a él, había que sostener
la mirada y repasar lentamente, una a una
sus pestañas, sus arrugas, su cara sufriente.
Entonces no sabíamos, del dolor ni de como
llega un hombre a estar abandonado en una
morgue, sin tumba ni entierro, congelado
en un gesto de tristeza infinita. Apenas
sosteníamos la mirada para ganar una
apuesta. Aguantar sin descomponerse.
No conocíamos, no entendíamos, ni el arte
ni la falta de misericordia que congeló a ese
hombre en esa consternación eterna.
Volvimos a la escuela y el día siguió como
siempre. Alguno se quejó del olor del formol
pegado a la ropa. Otro mintió que había
llegado a la parte prohibida, a la morgue.
No importa la verdad, teníamos once años,
inocencia, coraje, y también ignorancia
del futuro, de la vida, de la guerra, de la muerte.
De todo eso tuvimos noticias después,
con el tiempo. Crecimos, cambiamos, envejecimos.
Quizás hoy, cuarenta años después, somos
mayores que el viejo que en la morgue aún
espera, un entierro, un final, un descanso.
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